El fuego de un comienzo

Nos fascinan los nacimientos: los seres pequeñitos, sonrosados y turgentes; la plántula que se abre paso entre la tierra negruzca; las ideas que, de la nada, se tornan centellas fulgurantes. Sin embargo, olvidamos que todo comienzo tuvo un fin que lo anticipó: que el nacimiento es posible porque hubo muertes que lo precedieron; la planta diminuta surge porque se soltó la semilla, y su ocaso fue el comienzo de un nuevo ser. Que antes de la belleza de lo nacido está la sangre, la tierra sucia y fértil y la rigidez de los cadáveres. Que no existe separación y que ambos polos son los cénit y el nadir del mismo proceso.

Para que surja el comienzo es necesario amigarse del fin. Dar cuenta de que parte de uno mismo se ha necrosado y no va a regresar jamás. Es cierto que parece que vamos creciendo por capas y que, en cierto modo, aquel que fuimos perdura en el interior, como si sobre el bebé creciera el niño, y sobre él el joven, y sobre esa capa la madurez temprana... Pero también lo es que los nuevos comienzos emergen con toda su fuerza cuando, como las serpientes, nos liberamos de una camisa que ya no nos contiene y que tan solo constituye un peso muerto, una carga que nos roba el fuego y lastra nuestro deslizar.   

Es difícil abandonar ese peso cuando fue significativo, cuando la identificación con la máscara fue grande y, además, abandonarla lleva consigo la pérdida de relaciones, posibilidades, caminos que, en cierto modo, ya conocemos, y atisbamos que no son el peor. Pero no está el fuego. Ahí no está el fuego, la llama que alimenta la vida. Y el Paraíso sin la luz del Sol no es más que una cárcel de lujo en la que el alma se pudre y se marchita, asfixiada por la herrumbre, ahogada por el peso de una vida vivida en falsedad.  

En esos comienzos que nos acercan a nuestra Ítaca particular el calor inunda el pecho y las manos actúan veloces. A veces con miedo pero, a la vez, con premura, porque no están empujando para conseguir algo sino, más bien, siendo arrastradas, como respondiendo a una llamada. Y la acción, no lo olvidemos, se produce en este momento y, por lo tanto, carece de grandiosidad. La conexión con algo mayor que uno mismo está presente pero, a la vez, la presencia está en el detalle, en la percepción intensa de los sentidos, el movimiento que se realiza sin pensar, la luz que entra por los ojos o el verdor fulgurante de las hojas que revolotean.

No ha de ser algo grandioso. Más bien es pequeño y, a la vez, en sintonía con eso que te arrastra. En sintonía con el fuego que se enciende en el obrar.

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